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Sobre la Necesidad de convertir en patrimonio de la opinión pública la reforma de la designación de los vocales del CGPJ_ Por Manuel Eiriz García

Sobre la Necesidad de convertir en  patrimonio de la opinión pública la reforma de la designación de los vocales del CGPJ.

El indeseable desprestigio de las instituciones democráticas corre de la mano del deterioro imparable de la imagen de las formaciones políticas en nuestro país. La demoscopia, de una u otra forma, señala a los Partidos como una de las principales preocupaciones de los españoles. La gravedad de tamaña afirmación únicamente se atempera por la natural tendencia del pueblo a la asimilación de los problemas sistémicos, desde la indignación privada, pero también con una especie de indisimulado respeto reverencial al poder.

Del mismo modo, los ciudadanos manifiestan preocupación por la situación de la justicia, y evidente desaprobación de la acción de los jueces. Naturalmente, la propia naturaleza y funcionamiento de la actividad judicial implica un análisis más sosegado de esta problemática, de modo que quizás no sea tanto el funcionamiento indebido de la Justicia, cuanto la disconformidad con el estado general de la Ley y de su aplicación a casos concretos lo que desapruebe la mayoría de las personas.

No obstante, el perfil institucional español luce desmochado. Los tres poderes del Estado se encuentran contaminados por el desprestigio generalizado. Y en las causas singulares de la descomposición de cada una de las patas del taburete democrático, se adivina un origen idéntico. La actuación de los Partidos Políticos.

La designación de los vocales del CGPJ de forma exclusiva y excluyente, por el parlamento, planteaba ya en 1985, evidente riesgo de traslación de las tensiones parlamentarias al seno de la carrera judicial. Lo señaló con clarividente acierto el Tribunal Constitucional: «Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial». Era probable, previsible, e incluso inevitable que el consejo General del Poder judicial, órgano constitucional representativo del único de los Poderes apolíticos, terminase por convertirse en el espejo de las malas prácticas, no ya de las cámaras parlamentarias, si no de los Partidos que se enseñorean de las mismas.  Y afirmar esto no es una muestra de descreimiento en las instituciones democráticas, sino seña de un respeto incondicional por las mismas. La conducta pueril que en no pocas ocasiones guía a las formaciones políticas, es casi inevitable, pero la extensión de esas actitudes al órgano de gobierno de los jueces y magistrados constituye la más degradada forma de irresponsabilidad.

Siendo ello así, es deber ineludible de las Asociaciones Judiciales más abiertamente combativas contra la injerencia política en la administración de justicia, plantearse cómo puede ser que una sociedad abiertamente desencantada con el funcionamiento de los partidos, haya terminado por meter a todos los agentes institucionales en un mismo saco, antes que convertirse en caja de resonancia de aquella reivindicación ya histórica de la carrera que por definición debería encontrar un encaje perfecto en ese estado de ánimo general.

No cabe duda de que el contexto es propicio para la gran reforma. Que el modelo actual, penetrado históricamente, primero por el riesgo y después por la certeza  de la politización, ha mostrado descaradamente sus tripas en medio de una negociación irracional entre los partidos. Se ha demostrado que el sistema es contrario a la separación de poderes, porque allí donde los partidos asumen sobre sí la capacidad exclusiva de tutelar las instituciones, son incapaces de no extender sus cuitas, no ya ideológicas –lo cual sería la respetable consecuencia del funcionamiento normal de una democracia parlamentaria- si no clientelares y serviles.  Ha quedado abiertamente desacreditado como un modelo ineficiente, en el que la principal función que a los partidos corresponde –la mera renovación- no puede llevarse a término dentro de los plazos constitucionalmente establecidos.

La carrera Judicial, y las asociaciones no hemos sido capaces de hacer que el debate sobre la reforma de la LOPJ se mantenga vivo y candente en la sociedad. No hemos podido contrarrestar la natural tendencia del aparato a la autodefensa, en medio de campañas mediáticas y políticas de desprestigio, sin parangón. Ni tan siquiera hemos sido capaces de transmitir a la opinión pública la muy diferente responsabilidad con la que nos conducimos los jueces cuando es a nosotros a los que se nos entrega la tarea de renovar un órgano judicial. Las elecciones decanales, o a las salas de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia, son un ejemplo de pulcritud, y eficiencia,  que contrasta agriamente con la renovación del Consejo.

Es natural que el sistema se revuelva con dureza. En este sentido no deben extrañar los movimientos aparentemente coordinados de ciertas fuerzas mediáticas y políticas, que dirigen su combatividad, no ya frente a un Partido o tendencia ideológica, sino frente a todo un complejo institucional. Pero es igualmente deber de la judicatura ejercer una defensa responsable. Una defensa institucional. Basada en el respeto al ciudadano como titular último del derecho a una justicia mejor. Una defensa sustentada sobre la verdad objetivada con el paso de los decenios. Una defensa no renuente al diálogo o al debate, pero en todo caso firme en su posición, y que no renuncie nunca a ella. Conscientes, de que esta defensa lo es, en última instancia, del modelo constitucional que nos hemos comprometido a defender. No queremos un Consejo corporativo. Queremos un Consejo participado por los representantes de la soberanía nacional, en la proporción exacta que resulta del texto constitucional y que fue acogida por el legislados en 1980, inmediatamente después de la aprobación de la Constitución. Queremos un modelo en el que el proceso de renovación del órgano no nos haga sentir vergüenza, y que bajo ningún concepto traslade a la opinión pública una imagen distorsionada de la Justicia como un ente permeable a la presión política. Un órgano que no comprometa la dignidad de los miles de jueces que desarrollan sus funciones de acuerdo con una absoluta asepsia ideológica. Queremos un órgano, en definitiva, que exista y sea funcional, y no uno que pudiera pasar la mitad de su tiempo de ejercicio real, en situación de funciones, con las limitaciones que la propia legislación ha introducido  sobre su capacidad de gestionar los intereses de la Justicia.

No es tanto. Vale la pena interiorizarlo.