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Alejandro González Mariscal de Gante
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Cosas veredes
Por: Alejandro González Mariscal de Gante
Uno de los elementos nucleares de todo estado democrático es el principio de legalidad: la Ley se coloca en el centro del Estado, de modo que todo se encuentra sometido a ella. Esta integración no ha sido un proceso sencillo y requiere de un cierto examen histórico.
La formación del estado moderno, democrático, de derecho, es consecuencia directa de la reacción frente al antiguo régimen: un estado absolutista donde el monarca ostentaba todos los poderes que, posteriormente, se fueron desgajando en los clásicos ejecutivo, legislativo y judicial. Esto, como puede cualquiera suponer, ocasionaba ligeros inconvenientes a quien estaba en la base de la cadena productiva. Una ciudadanía que sostenía todo pero se sometía a un poder tendente al despotismo cuando no al totalitarismo, y a preservar poco o nada los intereses de los ciudadanos.
Con la aplicación de las doctrinas de Locke, Montesquieu o Rousseau, se llegó a una Revolución Francesa cuyo ideario esencial era la supresión de privilegios. Emergiendo la aspiración de suprimir un modelo donde un pequeño reducto de privilegiados sustraían de los más elementales derechos a los generadores de la riqueza que sostenían todo el sistema. El sistema adolecía de lagunas y no supieron advertirlas quienes lo dirigían. Se hacía necesario integrar un elemento objetivo que controlase el poder y protegiese al más débil del fuerte. Se dirigía el sistema a la supresión de los privilegios.
Lógicamente, esto provocó ciertas desavenencias sobre la forma de estado y de gobierno, pero supo cortarse el debate de raíz, guillotinando los argumentos que sostenían los privilegios. Comenzó a desarrollarse el estado democrático bajo una idea esencial: nada ni nadie se encontraba por encima de la Ley. Esto es, el principio de legalidad.
Para ello se hacía necesario un sistema que permitiese elaborar esa norma objetiva pero que, al mismo tiempo, fuese mínimamente eficiente – más que votar a mano alzada todo el Estado –. El Parlamento, creado a través del mecanismo electoral del que todos los ciudadanos participan, se conforma por representantes de estos ciudadanos y debate (formando su voluntad) para, al final, dictar una Ley, norma general que se aplica a todos.
Partiendo de la premisa de que el poder corrompe – aun se recordaban los aciagos años de absolutismo –, debe limitarse. Al poder legislativo se le imponen trámites, debates, votaciones, que autolimitan su producción legislativa. Y todo ello sin perjuicio de introducirse en los estados modernos unas normas supremas (constituciones) que no pueden variar estos parlamentos y a las que deben ajustarse. Con ello se diseña un órgano que dispone del poder de dictar las Leyes pero no de forma absoluta, con límites que evitan que se corrompa.
Una vez se dictan esas Leyes, pasan a formar parte del ordenamiento y vinculan a todos. Para garantizar su cumplimiento se encuentran los tribunales. Se crea así un sistema de contrapesos derivado de la separación de poderes.
Al poder judicial se le aplicó la división de poderes en su máxima expresión al reconocerlos independientes entre ellos y de todo, de modo que exclusivamente se encuentre sometido a la Ley, pero siempre a la Ley. Por eso los tribunales no actúan conforme a su voluntad sino sometidos a la Ley que fija el parlamento.
En este punto extrañan y preocupan ciertas aseveraciones que apuntan al poder judicial. Extrañan porque las resoluciones judiciales son aplicaciones concretas de normas genéricas emanadas del Parlamento. Pudiera pensarse que el legislador está comprometido a anticipar los posibles resultados cuando introduce una nueva Ley, o que quizás debiera asumir las distintas variables que conlleve la aplicación práctica de la norma.
Pero también preocupa. No debe olvidarse la posición que ocupa el Poder Judicial en un estado democrático: es el garante de los derechos de los ciudadanos. Aquellos que lucharon originalmente contra los privilegios, que reclamaron derechos para todos, en igualdad. El garante es, al final, el Juez.
Y ello no impide la crítica constructiva, la necesaria y que se encamina a mejorar el servicio que se presta. Pero si la crítica interesada en la que se atacan resoluciones judiciales o, más recientemente, a los propios jueces, con nombre y apellidos, pretendiendo desacreditarlos para discutir su función, en tanto no se alinee con la agenda transitoria. Una función, hay que recordar, a la que constitucional y legalmente se deben.
Más aun cuando proceden de otro poder del Estado, afectando a la elemental lealtad institucional y atribuyendo, injusta e irónicamente, una cierta impunidad a los jueces. Injustamente por la existencia del régimen de recursos de las resoluciones judiciales, el régimen de fiscalización y el disciplinario. Irónicamente porque quien lo instiga pretende, precisamente, negociar – si no intercambiar – la impunidad de sus eventuales colaboradores necesarios. Cosas veredes.
En fin, que los jueces estamos sujetos exclusivamente a la Ley, pero siempre a la Ley, de modo que ejercemos nuestra función conforme las reglas emanadas del parlamento y se nos dota de un régimen particular, justamente, para poder amparar al ciudadano, siempre dentro de los márgenes de la Ley.
Y es evidente que el sistema no quiebra. Más aun, el poder judicial goza de una salud excelente como demuestra la elevada litigiosidad que hay en España. Uno puede verlo como un exceso de trabajo, propio de una población que es muy belicosa o, como lo veo yo, propio de una población que cree en su Justicia y cede a ella la resolución de sus conflictos en todos los ámbitos.
Una buena salud que adolece de inversión y medios, claro, pero que no desvirtúa el trabajo de toda una Administración de Justicia que suple esa falta con esfuerzo y compromiso personal. No habrá jueces suficientes, claro, y cada Juez tendrá más asuntos de los que debiera, por supuesto. Desde luego, si se tiene en cuenta la preparación, el compromiso y la labor desempeñada, se paga poco. Y a pesar de todo, cada año, se presentan miles de aspirantes que quieren ser Jueces. Y las estadísticas demuestran, año tras año, que son de muy diferentes estratos sociales. Una carrera muy diversa que, en cualquier caso, se responsabiliza con su función. A pesar de que con ello se deba afrontar críticas poco constructivas e, incluso, interesadas.
Por Alejandro González Mariscal de Gante
Magistrado Juzgado Contencioso-Administrativo nº 2 Palma de Mallorca