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CONTRA EL REDUCCIONISMO_ Por Manuel Eiriz García
CONTRA EL REDUCCIONISMO.
Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución. (Artículo 16 de la declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano de 1789)
Después de treinta y siete años de funcionamiento del vigente modelo de designación de los vocales del Consejo General del Poder judicial, es dado realizar toda una serie de valoraciones, algunas de carácter técnico, y otras de orden moral, que a buen seguro pueden considerarse ya lugares comunes, por ser amplia y generalmente aceptadas.
En este sentido, el mecanismo actual de provisión de las vocalías del Consejo es, stricto sensu, asimilable por nuestro marco constitucional. Así lo declaró el Alto Tribunal en su célebre sentencia de 1986. Como también dejó sentado que, no obstante no reventar las costuras del vestido institucional hilvanado tras la aprobación de la magna carta de 1978, el entonces novedoso mecanismo, presentaba visos evidentes de poder convertirse en un instrumento partidario que trasladase al seno del Consejo las tensiones partidistas y parlamentarias, motivo por el cual, más allá de su contenido declarativo, la Sentencia hacía una recomendación de escaso valor jurídico: Vuélvase al modelo creado por la Ley Orgánica de 1980.
Puede considerarse también de general conocimiento, que el temor abstracto planteado por el Tribunal Constitucional se ha materializado con inusitada precisión y falta del más mínimo decoro institucional.
Por último, el desarrollo mismo de los acontecimientos ligados a la renovación del actual Consejo, que han alcanzado dos puntos álgidos, relacionados en ambos casos con la Presidencia del órgano –en el día en que se inicia un periodo de sede vacante en dicha presidencia, nos viene a la mente la comunicación remitida al Grupo Parlamentario Popular en el Senado por su entonces portavoz, Ignacio Cosidó- demuestran sin lugar a dudas que nos hallamos ante un claro ejemplo de ineficiencia sistémica, con graves afectaciones al funcionamiento de lo que se dio en llamar la Administración de la Administración de Justicia.
A la vista de lo señalado ut supra, pudiera parecer que el mecanismo actual de designación, afronta moribundo su postrer BOE. Aquel que publique con burocrático alborozo, su derogación definitiva.
Sin embargo, es lo cierto que la apariencia de legitimidad del sistema, promovida de forma en ocasiones acrítica por los voceros del statu quo, se mantiene inasequible a los embates de la verdad y la razón, sobre la base de un argumento de orden casi religioso y que se inspira en la exaltación del parlamentarismo como única institución de composición verdaderamente democrática. Se basa, en definitiva, en la idea de que solo en las Cortes Generales se expresa la soberanía nacional. Convocado un proceso electoral, el resultado de los comicios define con precisión el estado de opinión política de la nación en un momento determinado. Una suerte de fotografía sociológica del país que debe ser respetada, y trasladada de forma proporcional y exacta a todos los ámbitos de la vida jurídica y política e incluso social y económica.
Frente a este auténtico lugar común, los jueces debemos reivindicar una segunda concepción. Aquella que pretende cimentar el edificio institucional de España con los planos diseñados por Montesquieu, que reconocen la legitimidad del modelo político del país y la representatividad ejercida por los parlamentarios, al tiempo que se consagran al aseguramiento de la estabilidad institucional y jurídica de esa misma nación con independencia de los avatares políticos tantas veces convulsos y poco elevados.
El primer modelo otorga privativamente la llave del sistema democrático a los Partidos Políticos. Es un dogma inspirado en una especie de leyenda artúrica sobre las cualidades morales de la clase dirigente, antes que en el conocimiento científico de los resortes a través de los que se articula la representación, y la observación práctica del carácter tantas veces espurio y partidista de los intereses fomentados por las organizaciones políticas. Ignorancia deliberada de la propia humanidad de los partidos, en definitiva.
El segundo paradigma, sin embargo, comprende que la democracia es un sistema institucional que pertenece de manera exclusiva, y en toda su complejidad, a la ciudadanía, y no a organizaciones privadas con fines políticos. Por esta razón, cuando se afirma que la elección por sus pares de los vocales del consejo general del poder judicial resulta antidemocrática o contraria a la soberanía nacional, se está omitiendo por mala fe o ignorancia manifiesta la previsión constitucional que sitúa como fuente única de los poderes del Estado al pueblo español. Y el pueblo como colectivo informe, así como el ciudadano individual, es algo más que un mero sufragista.
Las elecciones son el motor de arranque del sistema. El que permite la renovación del poder legislativo y la evolución de la creación normativa, pero su resultado en forma de composición parlamentaria no puede convertirse en la excusa para extender el control de los partidos sobre todos los ámbitos de la vida institucional, al punto de que pudiera afirmarse que, más que una manifestación de la soberanía nacional, las elecciones son en ocasiones, un mero instrumento de legitimación del poder propio.
El establecimiento de una equiparación entre elecciones y democracia es el producto de una visión pacata y estrecha de lo que verdaderamente sustenta el modelo. La democracia está basada en el reconocimiento de un estado de derecho, en el respeto a la ley y al sistema institucional y sobre todo en la igualdad esencial de todos los ciudadanos.
La igualdad, reconocida como derecho fundamental susceptible de amparo constitucional, es un principio transversal del modelo jurídico e institucional. Un valor superior del ordenamiento que en lo tocante a la participación de los ciudadanos en el desempeño de responsabilidades públicas, se articula a través de procedimientos diferentes entre si, al tiempo que perfectamente compatibles e igualmente legítimos, ya se trate de la participación activa o pasiva en un proceso electoral, ya de la provisión de puestos y cargos públicos de acuerdo a los principios de mérito y capacidad.
El reduccionismo que late en la equiparación parlamento/democracia, obliga a pasar por alto que el modelo de Monarquía Parlamentaria con circunscripción provincial que los españoles nos dimos en 1978, ni permite a los ciudadanos establecer previsiones de aritmética postelectoral, ni tampoco garantiza de modo perfecto la efectividad del principio “un hombre un voto” que parece que debería sustentar el modelo en una concepción esencialista de la democracia. Así pues, la expansión absoluta de la artitmética electoral a todos los rincones institucionales y sociales, fundada en la sublimación de la noción parlamentaria como perfecta traslación de la voluntad del ciudadano, resulta una simplificación quizás inevitable, pero en todo caso indeseable.
De este modo, los jueces debemos reivindicar sin sonrojo que cuando se pretende que doce de los veinte vocales del Consejo sean elegidos por Jueces y Magistrados de carrera, también así se expresa la soberanía del pueblo español.
Manuel Eiriz García
Magistrado. Instancia e Instrucción nº 4. El Vendrell