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ALGUNAS CONSIDERACIONES CRÍTICAS SOBRE EL DELITO DE DESOBEDIENCIA POR ENRIQUECIMIENTO INJUSTIFICADO DEL ART. 438 BIS CP._Por Daniel González Uriel

ALGUNAS CONSIDERACIONES CRÍTICAS SOBRE EL DELITO DE DESOBEDIENCIA POR ENRIQUECIMIENTO INJUSTIFICADO DEL ART. 438 BIS CP

            En los últimos tiempos asistimos a una inusitada actividad legislativa en materia penal, fundamentada en una suerte de microrreformas, con una periodicidad mensual -o inferior-, que llevan a una continua modificación del texto punitivo. Pues bien, la norma que ha introducido el delito de desobediencia por enriquecimiento ilícito o injustificado en nuestro ordenamiento penal se enmarca en dichas coordenadas. Hacemos alusión a la Ley Orgánica (LO) 14/2022, de 22 de diciembre, cuyo título no deja lugar a dudas en cuanto a su carácter omnicomprensivo -y escasamente relacionado entre sí-. Así, su denominación íntegra es: LO 14/2022, de 22 de diciembre, de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea, y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso. Como es de ver, las alusiones contenidas en su propia rúbrica son variopintas, inconexas, asistemáticas, desordenadas y traslucen una cierta sensación de caos punitivo, bajo la cobertura de una sempiterna referencia a obligaciones comunitarias que, en muchas ocasiones, no son sino una mera coartada o válvula de escape. Como se puede apreciar, los títulos del Código Penal (CP) afectados por esta reforma -ni mucho menos la última- no guardan relación entre sí, ni se sigue un hilo conductor en la modificación de los preceptos legales, de lo que se desprende una severa sensación de improvisación y de ausencia de la debida reflexión.

            Dicho lo cual, si nos centramos en el supuesto que nos ocupa, esto es, la justificación que brinda el legislador a esta novedad relevante en el CP patrio, hemos de estar al núm. VII[1] de su Preámbulo. Una vez valorado su tenor, hemos de atender al art. 438 bis CP, en que se ha incorporado la novedosa tipificación, y que presenta el siguiente contenido: “La autoridad que, durante el desempeño de su función o cargo y hasta cinco años después de haber cesado en ellos, hubiera obtenido un incremento patrimonial o una cancelación de obligaciones o deudas por un valor superior a 250.000 euros respecto a sus ingresos acreditados, y se negara abiertamente a dar el debido cumplimiento a los requerimientos de los órganos competentes destinados a comprobar su justificación, será castigada con las penas de prisión de seis meses a tres años, multa del tanto al triplo del beneficio obtenido, e inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de dos a siete años”

            Una vez atendidos ambos elementos estamos en condiciones de efectuar una lectura crítica de su contenido. Un elemento basilar de nuestra reflexión viene dado por la aparente confusión que opera el legislador entre enriquecimiento injustificado y enriquecimiento ilícito, y que se desprende de una visión conjunta del núm. VII del Preámbulo y del art. 438 bis CP. De ello se deriva una composición no armónica, desafinada y discordante. Si estamos al tenor literal del art. 438 bis CP, observamos que éste no requiere que el patrimonio no justificado proceda de un delito. De este modo, las ganancias no justificadas se pueden derivar de una o varias infracciones administrativas, de una pluralidad de ellas, de actos de economía sumergida, de donaciones o negocios lucrativos… Es decir, se pueden enumerar múltiples causas por las cuales un sujeto pueda experimentar un engrose patrimonial no justificado, sin que ello traiga causa de un delito. El legislador actúa con presunciones contrarias al reo, imponiéndole la carga de acreditar que el incremento patrimonial obedece a una causa justificada. Como se puede comprobar, no se trata de una mera diferencia de matiz, sino que es una cuestión esencial.

            Como sabemos, la analogía contraria al reo se encuentra proscrita en el Derecho Penal. Tampoco es legítimo conferir la mayor severidad penal a conductas que no sean merecedoras de dicho reproche, en virtud de la culpabilidad del agente. Pues bien, con semejante proceder, el legislador equipara ambas fuentes de enriquecimiento, tanto las injustificadas como las ilícitas, y les confiere un mismo tratamiento, posibilitando su reproche penal cuando se exceda el límite cuantitativo de los 250.000 euros. Si bien, debemos apostillar que ello sería coherente con su naturaleza de desobediencia específica, en la que no habría de estarse al hipotético delito fuente del que provienen los bienes -que puede no existir, como hemos anotado-, y en la que, por lo tanto, no se podría afirmar que se tutele el mismo bien jurídico que en el delito antecedente, por cuanto éste podría no existir. Hemos de añadir que, si se defendiese que este delito tutela el mismo bien jurídico que el delito fuente, estaríamos negando su autonomía, sería un tipo innecesario -puesto que sería un mero refuerzo de otro delito principal- y, en última instancia, sería una explicación insatisfactoria, no generalizable a todos los casos, ya que no podría explicar el objeto de tutela cuando la fuente del incremento patrimonial no fuese delictiva.

            Sin embargo, y como se desprende de lo que hemos anotado, el Preámbulo alude, de modo expreso, al “enriquecimiento ilícito”, en una muestra de imprecisión terminológica y de confusión, lo que no se ve corroborado en el texto del art. 438 bis CP, en que se atiende al incremento no justificado, o no compatible con los ingresos acreditados.

            Como hemos expresado, el legislador parte de una suerte de presunción de corrupción, derivando del ejercicio de un puesto de autoridad y de la existencia de un incremento patrimonial posterior una relación de causalidad suficiente como para poder afirmar que se han producido actos de corrupción pública o política. En la ratio del tipo subyace la idea de que este engrose patrimonial se basa en un delito y, yendo más lejos, y dada su ubicación sistemática, de que su procedencia es un acto de corrupción política. Ello se ve reforzado por los marcos temporales manejados: durante el cargo de autoridad, o en los cinco años siguientes, semejante incremento patrimonial constituiría un pago o contraprestación por los servicios prestados. Dicha comprensión efectúa una interpretación maximalista de la corrupción, como fenómeno delictivo, y obvia que el enriquecimiento del sujeto activo puede provenir, además de otras fuentes no delictivas, de otros delitos que ninguna relación presenten con la corrupción política. Pensemos en el supuesto de que una autoridad pública ejecutase delitos contra la salud pública, en los meritados marcos temporales, y que no se prevaliese en tales acciones, en lo más mínimo, de su cargo, de su posición ni de su autoridad. O que esta misma persona cometiese cuantiosos delitos contra la Hacienda Pública, o que ejecutase actos de contrabando de tabaco, de tráfico de armas o el delito que se nos venga a la cabeza, pero que, en ninguno de tales casos, se prevaliese de su cargo o condición para cometer el hecho delictivo. Ante tal supuesto, hemos de preguntarnos, ¿es necesario acudir a este tipo delictivo para reprimir los engroses patrimoniales no justificados?

            En este sentido, debemos señalar que no existía una obligación legal de tipificación expresa de esta modalidad de conducta. La Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción, hecha en Nueva York el 31 de octubre de 2003, no obligaba a los Estados miembros a su expresa incriminación. Lo mismo podemos decir en cuanto al ámbito comunitario. Recientemente se ha conocido la Propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo sobre la lucha contra la corrupción, en sustitución de la Decisión Marco del Consejo 2003/568/JAI y de la Convención sobre la lucha contra la corrupción en la que estén implicados funcionarios de las Comunidades Europeas o funcionarios de los Estados miembros de la Unión Europea y que modifica la Directiva (UE) 2017/1371 del Parlamento Europeo y del Consejo. En dicho texto se expresa que el enriquecimiento ilícito es una de las múltiples formas que adopta el fenómeno endémico que es la corrupción. Asimismo, se recuerda que varios Estados signatarios manifestaron que la transposición del delito de enriquecimiento ilícito, tal y como estaba tipificado en la Convención de la ONU contra la Corrupción, estaría en desacuerdo con la presunción de inocencia y con las tradiciones constitucionales de tales países. A continuación, en dicha propuesta se expresa que el delito de enriquecimiento ilícito está escasamente cubierto en la UE, puesto que solo ocho Estados miembros informaron de algún tipo de cobertura en su normativa nacional, mientras que otros refirieron que tales actos se encontraban cubiertos bajo la normativa del lavado de dinero o de la confiscación de activos.

            Precisamente, la propuesta de Directiva establece la obligación de incluir una tipificación de una modalidad de delito de enriquecimiento ilícito en su art. 13. Para ello expone que la Directiva 2018/1673, de 23 de octubre, de lucha contra el blanqueo de capitales mediante el Derecho Penal no obliga a los Estados miembros a tipificar como delito la adquisición, posesión o uso de bienes derivados de la corrupción si una persona estuvo involucrada en el delito del que se derivaron los bienes -el autoblanqueo-, por lo que viene a colmar dicha laguna incorporando la obligación de tipificación del delito de “enriquecimiento procedente de la corrupción”, y agrega que “para este delito, la acusación solo tendría que probar un vínculo entre la propiedad y la participación en la corrupción, al igual que tendría que probar la corrupción como un delito determinante con el propósito de lavar dinero”. En este sentido, el citado art. 13 recoge que: “Los Estados miembros tomarán las medidas necesarias para garantizar que la adquisición, posesión o uso intencional por parte de un funcionario público de bienes que dicho funcionario sepa que se derivan de la comisión de cualquiera de los delitos previstos en los artículos 7 a 12 y 14, sea punible como un delito, independientemente de si ese funcionario estuvo involucrado en la comisión de ese delito”. Por lo que hace a los delitos fuente de este tipo de referencia, estos son: el cohecho, la apropiación indebida, el tráfico de influencias, el abuso de funciones, la obstrucción a la justicia y la incitación, complicidad y tentativa en tales delitos.

            Más allá del juicio crítico que nos merece la propuesta de Directiva en cuanto al art. 13, que instaura una suerte de protoblanqueo sin exigencia de un elemento subjetivo de ocultación o encubrimiento -desbordando todavía más, si cabe, el dilatado campo de aplicación del blanqueo-, y que analizaremos en su día, si es que llega a cristalizar dicho texto en la Directiva definitiva, debemos poner de relieve que semejante modalidad de tipificación no guarda ningún tipo de relación con el art. 438 bis CP, por lo que no cabe inferir que el legislador español sea un precursor en la materia. Recordemos que el art. 438 bis CP configura una modalidad de desobediencia específica, mientras que el referido art. 13 de la Propuesta de Directiva instaura un concreto delito de enriquecimiento ilícito, limitado a una serie de delitos fuente. Además, no se recogen lapsos temporales ni cuantías económicas, ni se alude, en modo alguno, a la existencia de un requerimiento previo que se incumpla. Se trata, por lo tanto, de tipos diferentes.

            Por lo que hace a la concreta técnica legislativa empleada, no podemos sino mostrar nuestra completa discrepancia. La redacción del precepto es farragosa, encadena oraciones subordinadas y resulta costoso determinar, en una primera lectura, la conducta típica. Semeja que se trata de un puro delito de enriquecimiento ilícito de autoridad pública cuando, como vimos, se trata de una desobediencia específica. En primer término, llama la atención la restricción del elenco de sujetos activos y la exclusión de los funcionarios públicos, lo que no se justifica ni se compadece con el resto del capítulo, generando una nota discordante. No se explicita la razón a que obedece el plazo de cinco años tras el cese en el ejercicio del cargo, ni la fijación del umbral mínimo en la cuantía superior a 250.000 euros. A este respecto, debemos poner de relieve que en otros ordenamientos jurídicos se tomaba en consideración un lapso de dos años tras el cese, como es de ver en el DEJ, cuando atiende a la definición de dicho delito en los ordenamientos de Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala y Honduras, y lo describe como “delito contra la Administración pública en el que el servidor público, durante su vinculación con la Administración, o quien haya desempeñado funciones públicas y en los dos años siguientes a su desvinculación, obtiene, para sí o para otro, incremento patrimonial injustificado, siempre que la conducta no constituya otro delito”. Pues bien, en el ordenamiento español no se exteriorizan las razones tenidas en cuenta por el legislador, a la hora de establecer los referidos parámetros cuantitativos.

            Asimismo, retomando la defectuosa redacción empleada, hemos de convenir en que la dicción legal incurre en reiteraciones innecesarias y perturbadoras. De este modo, resulta innecesaria la alusión a que se niegue “abiertamente”, puesto que dicho verbo nuclear ya conlleva una carga valorativa suficiente, que no precisa de ser modulada con un adverbio de modo de difícil concreción. Lo mismo cabe decir del calificativo que se brinda al cumplimiento. No era preciso agregar el participio “debido”, puesto que la alusión a la acción de cumplir ya comporta, en su seno, que dicho cumplimiento ha de ser debido, y no indebido. Si bien, tales excesos de locuacidad y de pleonasmos contrastan con la parquedad terminológica en otros aspectos en que sí era debido, valga el juego de palabras. En primer lugar, no se especifica qué son los ingresos acreditados, ante qué órgano, en qué momento ni qué debe entenderse por dicha noción. Sin embargo, el aspecto más criticable, en cuanto a su omisión, es la genérica alusión a los órganos competentes destinados a comprobar su justificación”. En este caso, dicha indeterminada alusión a los órganos competentes pugna con el principio de legalidad, en su vertiente de taxatividad de los tipos. ¿A qué órganos se hace referencia? Podría pensarse que se incluyen los órganos judiciales y administrativos, como expresamente reza el Preámbulo, cuando menciona que exista “un requerimiento previo por parte de los organismos administrativos o judiciales competentes para la comprobación de dicho patrimonio”.

            Si bien, no es función de los órganos judiciales efectuar requerimientos sobre situaciones patrimoniales y, en su caso, ello podría confrontar con el derecho de defensa, en cuanto al derecho a guardar silencio y a no declarar contra uno mismo. Un proceso penal no constituye, en modo alguno, el lugar para formular dicho requerimiento, toda vez que si un sujeto es investigado se puede acoger a su derecho a no declarar y a no autoincriminarse. Tampoco se aprecia que este requerimiento se pueda efectuar en un proceso civil ni contencioso administrativo. Se desconoce, por lo tanto, la base legal habilitante para que un órgano judicial pueda formular el tantas veces citado requerimiento. No se nos ocurre en qué proceso judicial se realizaría dicho requerimiento que es desatendido por el destinatario, por lo que el Preámbulo incurre, en este particular, en una severa incongruencia, y aboca a una interpretación errónea del precepto. Por lo tanto, hemos de atender a los órganos administrativos. No obstante, tampoco se especifica qué concreto órgano, ni en qué concreto procedimiento, ni la posibilidad de recurso frente a la decisión del órgano. Es decir, la ley penal no detalla, en modo alguno, algo tan esencial como el concreto requerimiento que puede dar pie a la aparición de este delito, y la única explicación al respecto es, además, errónea, imprecisa e insuficiente.

            No podemos obviar, dentro de las menciones a la técnica legislativa empleada, que el legislador fija el sistema de multa proporcional, lo que resulta insólito en un delito de desobediencia, si se compara con otros supuestos prototípicos de desobediencia –vid. arts. 411, 502 y 556 CP-. En este sentido, debemos recordar que el art. 52.1 CP expresa que: ““1. […] cuando el Código así lo determine, la multa se establecerá en proporción al daño causado, el valor del objeto del delito o el beneficio reportado por el mismo”. La concreta cuantía del incremento patrimonial o en que se satisfaga la deuda no constituye el daño causado, toda vez que no se indica que provenga de ninguna actividad delictiva, ni es el objeto del delito -que, reiteramos, está constituido por desobedecer el requerimiento-, ni cabe derivar ninguna suerte de beneficio de una mera desobediencia, que se concreta en incumplir el mandato del “órgano competente”. Ello pone de manifiesto una nueva incorrección, que habría de ser subsanada, en su caso, mediante la modificación del sistema de multa proporcional por un sistema de multa por cuotas.

            Este delito viene a sumarse a una amalgama de tipos que pueden solaparse, dado que sus fronteras son difusas, y ello puede generar una vulneración del principio ne bis in idem. Pensemos que, con la actual redacción, y en términos hipotéticos, sería posible que a un sujeto se le atribuyesen los delitos de cohecho, desobediencia por enriquecimiento injustificado, blanqueo de bienes y fraude fiscal por ausencia de tributación de las ganancias patrimoniales ilícitas, a lo que se sumaría el decomiso de los concretos bienes sobre los que hubiera recaído el delito. Pues bien, dicho supuesto de laboratorio podría no ser tal. Esta nueva modalidad, si se interpreta de modo extensivo -lo que rechazamos frontalmente-, puede dar lugar a situaciones concursales anómalas. Ello derivaría en una hipertrofia indebida de las calificaciones acusatorias. Puede dar la sensación de que el legislador ha pretendido establecer una suerte de delito de recogida, subsidiario, puesto que podría aplicarse para intentar reprimir, de modo elíptico, delitos contra la Administración Pública -significadamente, algunos cohechos- que hubiesen prescrito. Ello se ve corroborado por el lapso de cinco años mencionado en el precepto. Transcurridos los cuales podría, prima facie, haber prescrito el delito fuente del que proviniese el engrose patrimonial en cuestión. Pues bien, ante tal diatriba, y frente a otros modelos de Derecho Comparado, el legislador español hace gala de una notable flexibilidad en los plazos a tomar en consideración. Desde estas breves líneas hemos de indicar que la punición conjunta de todos los delitos señalados podría desbordar la culpabilidad del agente, y cabría atender a la existencia de un concurso aparente de normas, a resolver en virtud de la regla 3ª del art. 8 CP, que consagra el principio de consunción, en punto a la posibilidad de apreciar la figura de los actos posteriores copenados. El completo desvalor se vería colmado con la aplicación del delito fuente en cuestión y, en su caso, y solo si hubiera indicios de la comisión de todos ellos, podría valorarse apreciar, de modo restrictivo, los posibles concursos reales que hubiera, si es que se dan.

            De lo dicho se desprende que el legislador ha incorporado un nuevo elemento subsidiario en su arsenal de instrumentos de política criminal, que se viene a colocar al lado del blanqueo de dinero, elemento expansivo por excelencia en el Derecho Penal moderno, y con el que comparte notables ámbitos de aplicación, por lo que surge el peligro de su superposición, de una aplicación conjunta y de los excesos punitivos derivados de ello. En este sentido, podríamos tildar este novedoso delito como un tipo subsidiario o de recogida, en un afán punitivista desmedido, ilimitado y en continua expansión y que, al albur de la lucha contra la corrupción semeja justificar casi cualquier tipificación, pese a los evidentes inconvenientes dogmáticos que ofrece. En este sentido, no podemos pasar por alto que la Sala 2ª del TS ha mostrado una posición escéptica con el delito de enriquecimiento ilícito en varias resoluciones. Sirvan como ejemplo las SSTS 225/2022, de 9 de marzo, 590/2022, de 29 de junio, o la STS 854/2022, de 27 de octubre, cuando proclaman: “No existe en nuestro derecho un delito de enriquecimiento ilícito que suponga una inversión de la carga de la prueba o que obligue para salvar esa cuestión a fijar la atención en aspectos de transparencia o apariencia como objetos de la tutela penal que se busca a través de ese tipo de infracciones”. A ellas podemos añadir un lúcido fragmento del voto particular del Excmo. Sr. D. Antonio del Moral García a la STS 992/2016, en que se hace alusión a uno de los riesgos que se puede derivar de una interpretación maximalista del delito de blanqueo de dinero y, tras recordar que no es un delito de sospecha, dicho magistrado concluye que: “No podemos convertir el art. 301 CP en una puerta falsa para introducir como de contrabando en nuestro ordenamiento penal un delito de enriquecimiento ilícito que ha sido recibido en algunos países con alborozo e incluso entusiasmo, pese a las complejidades dogmáticas que trae consigo”.  

            Pese a que el Preámbulo de la LO 14/2022 anuncie, a bombo y platillo, que “la presente reforma introduce por primera vez en el ordenamiento jurídico español el delito de enriquecimiento ilícito”, dicha afirmación es incierta. Lo que se ha incorporado al texto punitivo no es un delito de enriquecimiento ilícito, sino un delito de desobediencia por enriquecimiento injustificado, lo que es muy diferente. No se está reprimiendo el hecho de un engrose patrimonial que provenga de un delito, sino el incumplimiento de un requerimiento expreso por un órgano competente -organismo que se desconoce-. En este sentido, cabe traer a colación la máxima de que las cosas son lo que son, y no lo que las partes dicen que son, y adaptarla a nuestro supuesto particular. Como vemos, la denominación es incorrecta, induce al intérprete a unas conclusiones erróneas y debemos constatar que, pese a que la voluntas legislatoris fuese tal, lo cierto es que se ha quedado a medio camino en su pretendida novedad. En el Preámbulo se pone el acento en que, mediante la incorporación de una modalidad de desobediencia, se orillan los problemas de constitucionalidad que presenta el delito de enriquecimiento ilícito en su modalidad genuina o “pura”. No obstante, dicha pretensión se ve colmada, a medias, mediante una figura anómala, que no discrimina el origen del incremento patrimonial no justificado y que equipara el tratamiento punitivo de situaciones que pueden ser radicalmente divergentes.

            Por todo ello, no podemos sino mostrar nuestras dudas aplicativas al respecto de esta figura y, sobre todo, a propósito de su concreta tipificación. Estimamos que es un tipo innecesario, que pretende colmar un ámbito que ya estaba lo suficientemente cubierto mediante otros remedios -tanto extrapenales como penales- y que, en todo caso, se solapa con la tributación de las ganancias ilícitas y con el blanqueo de dinero. No debe ser objeto de una interpretación utilitarista, a efectos de hipertrofiar escritos de acusación ni de evitar la prescripción de los posibles delitos fuente de los que provenga el incremento patrimonial. Resultaría contrario a su finalidad su empleo como tipo de recogida, omnicomprensivo, como una suerte de cajón de sastre o recurso extremo al que acudir cuando hayan fracasado todas las posibles calificaciones alternativas.  Además, frente a la pretensión del legislador, no es dable afirmar que no persistan las dudas de constitucionalidad de la concreta modalidad del delito: se basa en presunciones contrarias al reo, invierte la carga de la prueba y lamina el derecho a no declarar contra uno mismo y a no confesarse culpable, por no abundar en la afectación del principio de legalidad de los tipos en su vertiente de taxatividad por las inconcreciones que hemos referido.

            A nuestro parecer, ha de profundizarse en los controles y medidas administrativas, vinculados a la transparencia, en cuanto a los patrimonios de los sujetos que desempeñan puestos de autoridad y cargos públicos. Ha de enfatizarse en dicha línea, pero no ha de acudirse al remedio penal cuando ello no es estrictamente necesario. El ordenamiento penal ya contaba con tipos suficientes para responder a tales conductas y, a lo sumo, podría mejorarse la regulación del decomiso, pero no resultaba imprescindible la incorporación asistemática de un delito discutible, impreciso y meramente subsidiario. Habrá que estar expectantes a la aplicación práctica de este nuevo tipo y, en su caso, denunciar los excesos a que conduzca.


[1] Núm. VII Preámbulo LO 14/2022: “La presente reforma introduce por primera vez en el ordenamiento jurídico español el delito de enriquecimiento ilícito. España incorpora así una figura de vanguardia para la lucha contra la corrupción siguiendo diversas recomendaciones y tendencias internacionales y europeas, entre las que destacan la de Naciones Unidas a través de la Convención contra la Corrupción del año 2003, la Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo y al Consejo, de 20 de noviembre de 2008, relativa a la creación de un delito que penalizase la posesión de bienes injustificados para luchar contra la criminalidad organizada, así como el anuncio de la presidenta de la Comisión Europea en el año 2022 de la intención de reforzar la lucha contra la corrupción en materia de enriquecimiento ilícito. En los últimos años, diversos países europeos como Francia, Luxemburgo, Portugal o Lituania han introducido este delito en sus respectivas legislaciones, por lo que su incorporación al Código Penal supone tanto un avance claro en la lucha contra la corrupción como una homologación con algunas de las legislaciones más avanzadas del entorno internacional.

La figura que se incorpora se configura como un delito de desobediencia. De este modo, para incurrir en el tipo penal no basta con poseer un patrimonio cuyo origen no sea explicable a partir de los ingresos declarados, sino que debe existir un requerimiento previo por parte de los organismos administrativos o judiciales competentes para la comprobación de dicho patrimonio. Solo ante la negativa a detallar a dichos órganos el origen de un incremento patrimonial o de una cancelación de deudas o ante una explicación manifiestamente falsa sobre los mismos se incurriría en el tipo penal. Tradicionalmente, la figura del enriquecimiento ilícito o injusto había generado controversia constitucional al ser configurado como un delito de sospecha, por su posible colisión con el derecho fundamental a la presunción de inocencia, algo que se evita con la actual regulación que sigue el ya citado modelo de desobediencia que han incorporado recientemente países como Portugal”.

Daniel González Uriel

Juez-Doctor en Derecho