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Juramento y (des)honor
Por: Alicia Díaz-Santos Salcedo
En las últimas semanas hemos sido espectadores de dos juramentos retransmitidos en los medios de comunicación: el pasado 31 de octubre, S.A.R. La Princesa de Asturias juraba la Constitución española al alcanzar la mayoría de edad, tal y como dispone el artículo 61.2 de la CE y, hace escasos días, el Presidente del Gobierno juramentaba (prometía) su cargo, dando cumplimiento a la obligación que la Constitución impone a los cargos públicos de jurar/prometer dicho cargo.
¿Sabemos realmente lo que implica ese juramento?
Del latín, iuramentum, la RAE define el juramento como aquella afirmación o negación de algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas. Por su parte, prometer no es sino obligarse a hacer, decir o dar algo.
El juramento a la Constitución tiene sus raíces en la idea de compromiso y lealtad hacia los principios y normas fundamentales de todo país. Este tipo de juramentos se originaron como una manera de asegurar la fidelidad de aquellos que ocupan cargos públicos o desempeñan funciones relevantes en la sociedad, reforzando así el respeto y la adhesión a las leyes fundamentales que rigen una nación. El juramento tiene un carácter invariable, inmutable, siendo universalmente aceptado y reconocido por las diferentes culturas.
En lo que a España se refiere, si acudimos al Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, por el que se determina la fórmula de juramento o promesa para la toma de posesión de cargos o funciones públicas, su artículo primero establece la fórmula de dicho juramento, fórmula que, desde 1979, mantiene su vigencia hasta nuestros tiempos. El mencionado precepto dice así:
“En el acto de toma de posesión de cargos o funciones públicas en la Administración, quien haya de dar posesión formulará al designado la siguiente pregunta:
«¿Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo …………….. con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado?»
Esta pregunta será contestada por quien haya de tomar posesión con una simple afirmativa.
La fórmula anterior podrá ser sustituida por el juramento o promesa prestado personalmente por quien va a tomar posesión, de cumplir fielmente las obligaciones del cargo con lealtad al Rey y de guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”.
Pues bien, si observamos dicha fórmula, resulta obvia la vinculación entre el cumplimiento del juramento y el honor de quien lo presta, ya que la ruptura de un juramento implica (nada más y nada menos) un verdadero deshonor. Y si partimos de considerar que actuar con honor significa comportarse con rectitud en toda circunstancia, por encima de intereses y dificultades, con autenticidad y nobleza, demostrando una actitud ejemplar, imaginen, a la inversa, lo que supone el deshonor.
El honor se basa y fundamenta en una conciencia bien formada, en la que se cultivan con esmero otros muchos valores como la integridad, la justicia, la honradez y el respeto a la dignidad propia y ajena. No puede perderse de vista que, a los cargos públicos, el honor les proporciona el estímulo necesario para cumplir con sus deberes conforme a los preceptos estipulados en las leyes y reglamentos que rigen su institución y a la luz de las pautas y reglas éticas o morales socialmente imperantes en la actualidad.
En otros sectores, como en el ámbito militar, en lugar de la Constitución, juran la bandera, acontecimiento de especial significado y de hondo sentido castrense y patriótico. Se trata de un acto solemne y público, presidido por una autoridad militar, por el que los militares expresan su vocación de servicio a España, realizando un juramento o promesa ante la bandera como testigo.
Y en lo que a los jueces nos concierne, el 318 de la LOPJ es cristalino al imponer dos obligaciones a todos los miembros de la carrera judicial. La primera obligación no es otra que prestar juramento o promesa antes de tomar posesión del primer destino o cuando se asciende de categoría en la carrera. La segunda es la obligación de emplear una determinada fórmula de juramento o promesa, fijada en sus términos literales en el propio precepto:
“Juro (o prometo) guardar y hacer guardar fielmente y en todo tiempo la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona, administrar recta e imparcial justicia y cumplir mis deberes judiciales frente a todo”
En nuestra profesión, el juramento supone una garantía adicional de la independencia del Poder judicial en su fundamental tarea de administrar justicia. Se dice que para los justiciables, y los ciudadanos en general, supone una garantía de refuerzo del plus de fidelidad a la Constitución por parte de quienes tenemos encomendada su aplicación y a quienes se nos ha confiado el ejercicio de la potestad jurisdiccional.
Pues bien, tras varios años ejerciendo esta profesión, puedo afirmar que dicho juramento, como es obvio, no es una mera formalidad. Hay una unión inexorable en los términos del juramento entre la conciencia de los jueces y la sociedad. Con dicho juramento asumimos la clara voluntad de justicia pues no hay ningún juramento que sea compatible con la injusticia. La (buena) conciencia y la voluntad de justicia son requisitos ineludibles del juramento y definen nuestra profesión.
No puede olvidarse que el valor del juramento a la Constitución reside, precisamente, en el compromiso solemnemente expresado por quienes lo hacen. Como hemos dicho, este acto simboliza la lealtad a los principios fundamentales y normas que guían a una nación y refleja el respeto por el Estado de Derecho, la separación de poderes (tan tristemente cuestionada estos días), la democracia y la voluntad de cumplir con las responsabilidades inherentes al cargo o a la ciudadanía. Su importancia radica en fortalecer la cohesión social y el apego a los valores que sustentan la estructura de la sociedad o, al menos, deberían.
En los últimos tiempos percibo con estupor cierta pérdida de vocación de servicio que debería ser inherente a todo cargo público, observando incluso que se llegan a utilizar fórmulas de juramento “adulteradas” que no reflejan ese compromiso. No se olviden, cuando un juramento o promesa no va respaldado de ese sentimiento de lealtad y compromiso, se corre el riesgo de perder el honor de servir a la sociedad, y ese honor (como dice la cartilla de la Guardia Civil), una vez perdido, no se recobra jamás. Benavente aseveró que “El honor no se gana en un día para que en un día pueda perderse. Quien en una hora puede dejar de ser honrado, es que no lo fue nunca”.
No cumplir un juramento a la sociedad es despojarse de la confianza colectiva; supone perder no solo la integridad personal (que no es poco), sino también la conexión esencial entre el servidor público y la comunidad a la que se debe. En definitiva, no cumplir un juramento a la sociedad no solo es una traición a la confianza depositada, sino también un menoscabo de los cimientos éticos que sostienen la función pública. En ese quiebre, se desvanecen las promesas de servicio, dejando un vacío que erosiona la fe en la institución y socava los pilares fundamentales de nuestra sociedad.
Ya lo dijo el filósofo Demócrito y da para pensar en estos tiempos: “Los juramentos que hicieron en medio de la necesidad no los observan los mezquinos cuando se han librado de ella.”
Alicia Díaz-Santos Salcedo
Magistrada especialista. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.