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EL ACOSO ESCOLAR DESDE LA PERSPECTIVA JUDICIAL – Por Daniel González Uriel
Uno de los problemas más graves con los que nos encontramos en el ámbito escolar viene representado por el denominado “bullying” o acoso escolar. En efecto, son recurrentes las noticias en prensa en las que se narran tristes acontecimientos, que causan una gran conmoción social por la edad de las víctimas, por la crueldad empleada y, trágicamente, por algunos de los fatales desenlaces en que se traducen. En esencia, y de modo sintético, podemos definir esta situación, siguiendo el Diccionario del Español Jurídico de la Real Academia Española, como: “comportamiento contrario a la identidad del alumno en relación con su raza, color, nacionalidad, minusvalía, religión, orientación sexual o cualquier otra circunstancia”. A su vez, en dicha entrada se relacionan una serie de normas del ordenamiento jurídico español en las que late la preocupación por el acoso escolar. En concreto se enuncian las siguientes disposiciones: el artículo (art.) 1.k y la disposición adicional 21ª de la Ley Orgánica 2/2006, de Educación (LOE) y los arts. 9 quater y 11 de la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor (LOPJM).
Debemos transcribir el tenor literal de tales preceptos, con la finalidad de establecer el marco normativo del que partimos. El art. 1.k LOE consigna, dentro de los principios de la educación: “El sistema educativo español, configurado de acuerdo con los valores de la Constitución y asentado en el respeto a los derechos y libertades reconocidos en ella, se inspira en los siguientes principios […] k) La educación para la convivencia, el respeto, la prevención de conflictos y la resolución pacífica de los mismos, así como para la no violencia en todos los ámbitos de la vida personal, familiar y social, y en especial en el del acoso escolar y ciberacoso con el fin de ayudar al alumnado a reconocer toda forma de maltrato, abuso sexual, violencia o discriminación y reaccionar frente a ella”. Por su parte, la disposición adicional 21ª LOE prescribe: “Las Administraciones educativas asegurarán la escolarización inmediata de las alumnas o alumnos que se vean afectados por cambios de centro derivados de actos de violencia de género o acoso escolar. Igualmente, facilitarán que los centros educativos presten especial atención a dichos alumnos”.
Si atendemos a la LOPJM observamos que el art. 9 quater establece, dentro de los deberes relativos al ámbito escolar: “[…] 2. Los menores tienen que respetar a los profesores y otros empleados de los centros escolares, así como al resto de sus compañeros, evitando situaciones de conflicto y acoso escolar en cualquiera de sus formas, incluyendo el ciberacoso”. Mientras que el art. 11.2 LOPJM consigna, dentro de los principios rectores de la acción administrativa: “2. Serán principios rectores de la actuación de los poderes públicos en relación con los menores […] i) La protección contra toda forma de violencia, incluido el maltrato físico o psicológico, los castigos físicos humillantes y denigrantes, el descuido o trato negligente, la explotación, la realizada a través de las nuevas tecnologías, los abusos sexuales, la corrupción, la violencia de género o en el ámbito familiar, sanitario, social o educativo, incluyendo el acoso escolar, así como la trata y el tráfico de seres humanos, la mutilación genital femenina y cualquier otra forma de abuso”.
Sin embargo, pese a que cuente con un cierto reconocimiento normativo y a que se intenten suministrar soluciones, lo cierto es que las cifras extraoficiales que se manejan en algunos estudios resultan verdaderamente preocupantes. En un análisis titulado “Dilo todo contra el bullying”, de iniciativa privada, se ha reflejado que en el año 2019, en España, 1 de cada 5 niños escolarizados fue víctima de acoso escolar, y que solo un 15% de tales víctimas lo reconoció, ya sea ante profesores o a sus padres. Un estudio anterior de Save the children del año 2016, titulado “Yo a eso no juego”, indicaba que en España había una media de 9,3% de los alumnos que era víctima de acoso escolar. Sin embargo, en las distintas noticias en prensa se ha acreditado un incremento anual en el número de casos denunciados. Esto es significativo, aunque no necesariamente implica que en la actualidad haya más casos, sino que se produce un mayor número de denuncias. No obstante, como se aprecia, la oscilación en las cifras es ciertamente relevante, lo que dificulta que tengamos una imagen precisa de la magnitud del acoso escolar.
Debemos subrayar que nos hallamos ante un fenómeno complejo, con una pluralidad de causas y que puede desembocar en una multiplicidad de tipologías. Partimos de su configuración más básica: en tales situaciones, los menores aparecen como víctimas y victimarios a la vez –sin perjuicio de que pueda haber otros mayores de edad que participen de los hechos–. Esto nos lleva a una primera restricción ya que, en el ámbito penal, aparece una serie de órganos judiciales encargados de conocer, en exclusiva, de tales delitos, a saber, los Juzgados de Menores, cuya fijación se contiene en el art. 96 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). Puesto que los menores de edad no son responsables criminalmente con arreglo al Código Penal (CP) según su art. 19, hemos de estar al texto de la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores (LORPM), cuyo art. 1 contiene una declaración general que enuncia: “1. Esta Ley se aplicará para exigir la responsabilidad de las personas mayores de catorce años y menores de dieciocho por la comisión de hechos tipificados como delitos o faltas en el Código Penal o las leyes penales especiales”. Es decir, a los menores de catorce años no se les puede exigir responsabilidad penal y únicamente cabría atender, en tal supuesto, a las medidas de naturaleza civil.
Sin embargo, si retomamos nuestro hilo conductor, podemos destacar que las conductas de acoso escolar más graves pueden dar lugar a una pluralidad de ilícitos penales: sin ir más lejos podemos atender a los delitos de amenazas, de coacciones, contra la integridad moral, de acoso, de lesiones, contra el patrimonio –hurtos o robos–, de daños… Por lo tanto, no puede obviarse que muchas de estos comportamientos son merecedores de reproche penal y que, al ser cometidos por menores, habrá de estarse a los principios esenciales de la meritada LORPM, que tiene como particularidades esenciales que la investigación se dirige por el Ministerio Público, posee una terminología y un marco conceptual propios, no se habla de penas sino de medidas y, en última instancia, todo gira en torno a los principios de reeducación y reinserción de los menores que hubieran cometido conductas delictivas.
Cuando se produce un caso de bullying se suele apuntar a la responsabilidad del centro docente, en lo tocante a la omisión de la vigilancia y de la supervisión debidos. No obstante, podemos comenzar por subrayar lo difícil de detectar estos casos, precisamente por la ausencia de denuncias previas y por la cifra negra que existe de hechos que no se relatan a los tutores. Por ende, en muchas ocasiones solo se visibiliza una situación de conflicto cuando ya se ha pasado a las vías de hecho y se han producido agresiones físicas. Otro factor relevante que ha facilitado el acoso viene representado por el ciberbullying. En los últimos tiempos, con el incremento de las comunicaciones y de las relaciones personales propiciados por Internet y por las redes sociales, se ha facilitado un cauce que, tristemente, también ha sido empleado para llevar a cabo actos de acoso, y que presenta la problemática específica en orden a su difusión inmediata, a su propagación ilimitada y a la dificultad para identificar a los sujetos que emiten tales contenidos. Asimismo, por los especialistas se han abordado distintas clasificaciones, que ponen de manifiesto que se trata de un problema poliédrico y con múltiples aspectos. En este sentido, se alude, entre otras clases, a bullying homofóbico, al ya citado ciberbullying y al acoso con elementos sexuales, al bullying político y al bullying étnico-cultural, todos ellos con unos perfiles propios y con una idiosincrasia específica.
Estos datos ponen de relieve la dificultad para precisar los comportamientos, para identificar a los autores y, en definitiva, para dar una respuesta eficaz a tan problemática situación. Cuando se acude a la vía judicial es porque los hechos han alcanzado la gravedad suficiente como para ser reputados delitos y porque han fracasado las vías de mediación intraescolar y otros cauces internos de solución de conflictos. En este momento, en la judicialización del bullying, en ocasiones ha habido opiniones discrepantes con la aplicación de la LORPM. Entre otras críticas se ha tachado de ineficaz, se ha objetado que las medidas son insuficientes y que en muchas ocasiones los hechos resultan impunes, que se olvida de las víctimas y otras aseveraciones similares. No es éste el lugar de analizar en profundidad la LORPM, puesto que no es el cometido perseguido, pero cabe apuntar que su directriz esencial se puede resumir en que persigue la reeducación y reinserción de los menores que han cometido actos delictivos.
Sin embargo, aquí debemos poner de manifiesto el papel que ha de jugar la judicatura para afrontar el problema del acoso escolar. No nos ceñimos al papel ex post, cuando ya se han cometido los actos de bullying y han de ser enjuiciados. Es evidente que, en tales casos, habrá de valorarse si existe o no un ilícito penal y, de ser afirmado, qué concreta medida corresponde imponer. Por el contrario, ha de predicarse que los jueces y magistrados han de desempeñar una importante función en la prevención de estos comportamientos. Así las cosas, sería deseable una mayor visibilización de esta problemática específica en los centros educativos. Deberían crearse planes, jornadas, programas y cursos, con una amplia gama de formatos posibles, en los que los jueces y magistrados participasen de modo activo, acudiendo a dar charlas a colegios e institutos, que tuviesen por objeto explicar la situación, qué conductas son constitutivas de acoso y cuáles son las graves consecuencias que puede acarrear su comisión. Esto requiere de un esfuerzo interdisciplinar, en que se combinen los conocimientos jurídicos con los psicológicos y sociológicos. Por ello, han de darse equipos conjuntos de trabajo que cristalicen en medidas formativas. Estas iniciativas ya han sido llevadas a cabo en distintos puntos de España, en las que se pretende aproximar la Administración de Justicia a los centros educativos y explicar cuál es la esencia de la función judicial. Con ser loables tales aproximaciones, desde aquí se reclama que se fomenten grupos específicos que tengan por finalidad explicar a los jóvenes la gran problemática que subyace al bullying. En definitiva, como medida de lucha contra el acoso escolar, debemos partir de la necesidad de una concienciación colectiva de la gravedad que implica el bullying y de una formación específica de la judicatura en tales materias. Por lo tanto, el eje sobre el que ha de pivotar esta actuación es la formación, tanto de los propios jueces y magistrados como de los alumnos. Nos hallamos ante una problemática general en la que todos hemos de colaborar en aras de una solución efectiva.
Daniel González Uriel
Juzgado de 1ª Instancia e Instrucción nº 3, Villagarcía de Arousa