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El poder judicial y su permanencia

Por: José Ramón de Blas Javaloyas

El 28 de mayo de 1788, Publius (Hamilton), escribió en El Federalista, bajo el título «El poder judicial y su permanencia con la condición de buena conducta» que para estructurar el sistema judicial federal se ha de abarcar tres temas: el modo de nombrar a los jueces, la permanencia que tendrán en sus puestos y la división de la autoridad judicial entre diversos juzgados y su relación entre sí. Ocupándose de la segunda, afirmó que la judicatura es la más débil de los tres poderes, que «nunca podrá amenazar con éxito a las otras dos y será necesario que pongamos mucho cuidado en asegurar que se pueda defender de sus ataques». Y añade: «La Constitución debe prevalecer sobre una ley ordinaria, y la intención del pueblo sobre la intención de sus agentes… cuando la voluntad del legislativo, plasmada en sus leyes, es contraria a la del pueblo, plasmada en la Constitución, los jueces deben estar gobernados por esta última y no por las primeras». Una Constitución escrita y permanente que, como escribió Marshall en Marbury contra Madison, controla a un Congreso (y a un gobierno) temporal.

Estas palabras, que resuenan como ecos de la historia del constitucionalismo, nos alcanzan, en estos momentos, para la reflexión. Decía García de Enterría que el proceso electoral no habilita poderes absolutos, sino solo poderes de administrar y gestionar según la Ley. Y por eso «el vínculo que define la condición de gobernantes con la sociedad no es el de representación sino el de trust o fiducia, que exige mutua confianza entre las partes que es naturalmente revocable y que postula por esencia la rendición de cuentas». Y dado que los poderes públicos están sujetos a la Constitución y a la ley, «lo están también al juez, que es su instrumento indisociable».

Hoy en día, los enemigos de la democracia son los mismos que los que lo fueron en otras etapas históricas, aquellos que pretenden, en palabras de Popper, la vuelta a la sociedad cerrada, a la sociedad tribal dominada por pensamientos colectivistas, frente a la sociedad abierta en donde se piensa y se toman decisiones libremente. Popper, preocupado por todo totalitarismo, afirmaba en una entrevista («filosofía contra los falsos profetas»), que desde la II Guerra Mundial la política se ha vuelto tan complicada y la disciplina de partido tan estricta que los líderes de partido tienen casi poderes dictatoriales. De ahí deduce que, dado que los parlamentos son omnipotentes, el partido gobernante será todopoderoso –y así mismo su líder–, cuando la idea básica de toda democracia es limitar el poder, controlarlo, en el sentido de distribuirlo para que no haya demasiado en una mano.

Esto lleva a inconsistencias internas que se actualizan y ponen en vigor a través de la legislación. Es una cuestión que también apunta Ferrajoli cuando señala que fue la omnipotencia de la política, dentro y fuera de los ordenamientos estatales, la que en Italia y en Alemania produjo el suicidio de las democracias. Así que, parafraseando a Ihering, toda disposición arbitraria o injusta, emanada del poder público, es un atentado contra el Estado de Derecho, y por consecuencia contra su misma fuerza, «un pecado contra la idea del derecho que recae sobre el Estado, el cual suele pagarlo con exceso, con usura, y hasta puede haber tal juego de circunstancias que llegue a costarle la pérdida de una provincia; tanto es así, que debe estar obligado el Estado a no colocarse ni por razón de circunstancias al abrigo de tales errores».

En la lucha por el Derecho se encuentra la crisis del paradigma constitucional derivado de un vacío cultural, de la pérdida de memoria, y que, volviendo a Ferrajoli, se detecta en la quiebra de la representatividad de los sistemas políticos y la reducción de la democracia exclusivamente a las formas democráticas de las competiciones electorales para la investidura de un jefe, transformándola en «autocracia electiva». Porque «ya no son los parlamentos representativos quienes controlan a los gobiernos haciéndolos depender de su confianza, sino que son estos los que controlan a aquellos a través de sus mayorías parlamentarias rígidamente subordinadas a la voluntad de los jefes, produciéndose una inversión de la jerarquía democrática de los poderes». Para el filósofo italiano hay, entre otros, un factor cultural, de vacío político, quizá propio del nuevo homo videns, al que alude –bastante pesimista– Sartori, en una crítica sobre la educación para la democracia (la televisión es paideía para el vídeo-niño, para luego la utilización del gobierno de sondeos basados en opiniones desinformadas del homo videns: «la información en lugar de transformar la masa en energía, produce todavía más masa»), tema nada nuevo y que ya Kelsen advirtió al sostener que la educación para la democracia se erige en una de las exigencias prácticas fundamentales de la democracia misma, «pues el problema de la democracia en la praxis de la vida social se presenta como el gran problema de la educación».

El porro unum necessarium es el equilibrio. En la democracia de partidos, estos no representan la voluntad popular, sino la de grupo, por lo que ha de alcanzarse un compromiso para que sea posible la voluntad común, como decía Kelsen, en dirección de una línea intermedia: las fuerzas políticas que aspiran a la hegemonía no han de tomar en cuenta un interés único de grupo y mostrarse opuestos a tomar en consideración el interés contrario. Se ha de orillar el absolutismo político, pues el orden político-constitucional solo se podrá constituir de manera efectiva cuando se concilie con la opinión diversa o confrontada. Decía Calamandrei que en el crisol de la legalidad se puede fundir oro o plomo.

Así que, volviendo a Hamilton, la firmeza de la magistratura judicial será de gran importancia para mitigar la severidad y limitar el funcionamiento de leyes injustas y parciales, y ello porque «su independencia puede constituir una salvaguarda primordial no solo ante infracciones de la Constitución, sino también ante los efectos ocasionales de malas tendencias en la sociedad. Sirve como freno para el cuerpo legislativo a la hora de legislar, al percibir que sus aviesas intenciones se enfrentarán a numerosos obstáculos por los inconvenientes que pondrán los tribunales».

José Ramón de Blas.

Juzgado de lo contencioso-administrativo n.º 2 de Elche.

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Bibliografía

El federalista, Akal básica de bolsillo, 2015.

Ferrajoli, L.: Constitucionalismo más allá del Estado, Trotta, 2018.

García de Enterría, E.: La democracia y el lugar de la ley, en «El Derecho, la Ley y el Juez», Cuadernos civitas, 1997.

Ihering, R.: La lucha por el Derecho, Comares, 2008.

Kelsen, H.: De la esencia y valor de la democracia, KRK Pensamiento, 2009.

Popper, K.: La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, 2010.

Sartori, G.: Homo videns, la sociedad teledirigida, Debolsillo, 2018.