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Amor de madre

Por: Alicia Díaz-Santos

Ser madre supone, sin duda, un antes y un después en la vida de cualquier mujer. Hace cuatro años, experimenté esa revolución por primera vez con el nacimiento de mi hija mayor. Hoy, con tres hijos en el mundo, puedo confirmar que la maternidad me ha cambiado de una forma que jamás habría imaginado. Y es que hasta que no se experimenta, una no comprende que el “amor de madre” es distinto a cualquier otro.

En primer lugar, no puede negarse que ser madre te enseña a reordenar tus prioridades porque gran parte de lo que antes parecía vital, ahora pasa a un segundo plano.

La maternidad es también una “escuela de humildad” porque, por mucho que planifiques, la vida con niños pequeños está llena de imprevistos. Una aprende a relativizar, a dejar de buscar la perfección y a disfrutar más de los pequeños momentos.

Si hay algo que la maternidad te enseña, es que la paciencia no viene de serie: se construye a base de noches sin dormir, montañas de juguetes en el suelo y negociaciones dignas de la ONU para que se pongan los zapatos. Sobrevivir al día sin perder la calma es casi un deporte olímpico.

Y cómo no, el gran reto: la conciliación. Porque ser madre en estos tiempos es una de las tareas más heroicas, mal remuneradas y peor conciliadas de la historia moderna. La maternidad no tiene horario ni contrato. Empieza con náuseas y termina (si es que alguna vez termina) con llamadas a medianoche para saber cómo se pone la lavadora. Es un cargo vitalicio, sin vacaciones ni licencias remuneradas y con un nivel de multitarea que haría palidecer a cualquier CEO.

Ahora bien, cuando a eso le sumamos la jornada laboral, la cosa se pone interesante. ¿Conciliación? A veces parece más una ironía que un derecho. La conciliación es esa cosa que aparece en los programas electorales y en los PowerPoint de recursos humanos, siempre acompañada de imágenes de madres sonrientes, bebés dormidos y ordenadores portátiles perfectamente limpios (¿eso existe?). En la vida real, la conciliación se parece más a una videollamada de trabajo mientras tu hijo grita que se ha metido plastilina en la nariz.

Conciliar no es solo tener horarios flexibles. Es hacer malabares con las horas, negociar con la culpa, correr maratones de supermercado a la guardería, trabajar con el oído atento al monitor del bebé y aprender a responder correos con una mano mientras con la otra das puré. Es descubrir que tienes una capacidad infinita de adaptación… y una reserva secreta de “gusanitos” en el bolso.

Tampoco ayuda el hecho de que nos vendan la imagen de la mujer todoterreno: profesional brillante, madre presente, esposa cariñosa, con uñas impecables y comida orgánica en el “táper”. Pero la realidad es otra. La verdadera heroína moderna es la que sabe que no puede con todo, pero lo intenta igual mientras se toma el café frío todas las mañanas.

Por no hablar de la culpa: ¿Estoy dedicando suficiente tiempo a mis hijos? ¿Estoy rindiendo en el trabajo como debería? ¿Qué era eso que me gustaba hacer antes de ser madre? Ah, sí… dormir. Porque en ese camino por lograr la “utopía” de la conciliación, he tenido que aprender a gestionar la culpa, esa compañera silenciosa que aparece cuando una siente que no llega a todo, que no está lo suficiente en casa o que no puede asistir a una función escolar por un juicio inaplazable. La conciliación, en mi experiencia, no es un estado permanente, sino un equilibrio inestable que se reajusta cada día.

Pero si hay algo que he aprendido con todo esto de la maternidad es a valorar más a mi propia madre. De niña no siempre (vamos, casi nunca) comprendía sus cansancios, sus “no” sin explicación (“porque yo lo digo”), su manera de preocuparse por todo. De adolescentes quizás cuestionamos sus decisiones, sus límites, sus negativas. Pero cuando llega ese momento en que tú también sostienes a un hijo en brazos, todo cobra sentido. Empiezas a ver a tu madre no solo como madre, sino como mujer: con miedos, sueños, frustraciones y esperanzas. Te das cuenta de cuánto renunció y cuánto amó. De pronto, cada frase que te dijo, cada gesto, cada cansancio, cada “cómete eso que no se tira la comida” cobra un sentido profundo. Te conviertes en madre y, en ese momento, tu madre deja de ser solo “mamá” para ser una especie de superheroína silenciosa, una figura que lo hizo todo sin que tú lo vieras, sin que lo valoraras lo suficiente.

De pequeña pensabas que tu madre era exagerada. ¿De verdad era para tanto preocuparse porque salías sin chaqueta? ¿Por qué insistía en que llamaras cuando llegaras? ¿Por qué te despertaba con ese tono chirriante de “¡Arriba, que se hace tarde!” como si fuera el fin del mundo? Ahora, siendo madre tú, te descubres a ti misma diciendo las mismas frases. Y no solo eso: te conviertes en tu madre. Mismo tono, misma mirada de advertencia, misma capacidad de detectar fiebre con el dorso de la mano. Es como un “hechizo intergeneracional”. Pero lo más impactante no es repetir sus frases, sino entender el fondo emocional de todo aquello que antes te parecía rutina o exageración. Entiendes el miedo, la culpa, la ternura infinita. Entiendes ese “amor de madre”.  

Y además eran otros tiempos. Tu madre no hablaba de “conciliación”. No hacía discursos sobre el reparto de tareas ni llevaba camisetas con lemas feministas. Ella simplemente hacía lo que había que hacer: levantarse antes que todos, preparar desayunos, correr al trabajo, recoger a los niños, hacer la compra, lavar la ropa, poner lavadoras, ayudar con los deberes, y quizá, con suerte, sentarse diez minutos al final del día. ¡Y lo hacía sin Google Calendar, sin podcasts de crianza positiva, sin grupo de WhatsApp de madres! Lo hacía sola muchas veces, o con un sistema de apoyo limitado, y sin que nadie le aplaudiera por ello. La maternidad hoy tiene foros, blogs, psicólogas especializadas, grupos de lactancia, memes sobre madres agotadas… Pero nuestras madres venían de otra época: la de aguantarse. Y tú, como hija, tampoco ayudabas mucho. Si acaso protestabas porque no te compró los vaqueros de moda. Ahora que estoy en su lugar, entiendo lo desgastante que puede ser todo, y me sorprende recordar que ella siempre estaba ahí. Incluso cuando yo no se lo agradecía, incluso cuando era una adolescente insoportable.

Ser madre te cambia para siempre. Te transforma el cuerpo, el sueño, la paciencia… y la forma en la que miras a tu propia madre. Y te preguntas: ¿Le habré agradecido suficiente a mi madre todo esto? ¿Se lo dije alguna vez? Porque una cosa es admirarla en silencio y otra muy distinta decirle: “Gracias mamá. No sabía lo que hacías por mí… hasta ahora.”

Alicia Díaz-Santos Salcedo.

Magistrada de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TSJ de Cataluña.